miércoles, 21 de julio de 2010

Harmonía

Ya he contado que en los años ochenta viví en Los Ángeles. Recuerdo cómo llegué allí, en mi barco, siguiendo las indicaciones por radio.

-Answering captain B.R.: Dock on third row, left side, come in passing by the green buoy, please –Mi velero casi acariciaba con la quilla las poco profundas aguas del puerto deportivo-, over and out.

Un joven afirmó el cabo al noray, welcome to Malibú, sir. Me desperecé, el sol navideño fue mi desayuno. Dejé a Nukita durmiendo en el camarote. Miré a mi alrededor, a todos y cada uno de los barcos vecinos, al ajetreo de patrones ociosos e invitados sonrientes. California.

Tras unas pequeñas gestiones paseé por tierra firme, estiré las piernas y volví al the Seventh Seal a despertar a mi mujer. Nuestra vieja casa flotante en un nuevo vecindario.

Nunca olvidaré ese día.

Antes de subir, me crucé con un hombre de mediana edad que portaba un vaso ancho y chato con líquido transparente ligeramente anaranjado. Levantó el brazo derecho sosteniendo con la mano el combinado como lo hacen las garras mecánicas de las máquinas de premio de las ferias y separó el dedo índice para señalar un barco de unos sesenta pies. Sin más me susurró: ése es mi barco, Harmony, lo voy a recuperar pronto. Asentí sin hablar y le ofrecí un Pall Mall, que se llevó a la boca, oculta tras una espesa barba.

Nukita miraba desde la cubierta sonriendo, con los ojos aún hinchados y el pelo revuelto. Me despedí del hirsuto vecino y proseguí el placentero trabajo en el barco.

Ahorraré más detalles e iré a la situación que marcó nuestras vidas.

Aún siendo California y luciendo el sol, la temperatura no llegaba a ser cálida y el agua del mar prometía estar fría como el hielo. Tuvimos que abrigarnos, nuestro primer día anunciaba su ocaso.

Nukita y yo disfrutábamos de una merecida sobremesa con el rumor de este nuevo y extraño acento inglés de la costa oeste. El recién conocido marinero, bastante borracho, charlaba con sus amigos. El espectáculo era divertido, y pese a que evitábamos mirar demasiado, no podíamos menos que estar fascinados comprobando cómo, tras intentar ser disuadido, se quitó la camiseta y se tiró al agua junto a su Harmony.

Se sumergía unos segundos, apenas cubría el doble de su altura, emergía a respirar y vaciaba su vaso chato. Así repetidamente, tantas veces como llenó el vaso con vodka y zumo de naranja. En ocasiones salía del agua primero su mano, con una fotografía, y luego el montón de pelo de su cabeza. Dejaba el tesoro en el pantalán con cara triste y decía entre dientes el nombre de la mujer retratada. Sacó fotos, un trofeo muy pesado, un disco de vinilo con el cartón deshecho, una lámpara, libros…

Sobre su barco debía pesar alguna orden judicial, de embargo o incluso haber sido perdido en una apuesta, lo miraba, acariciaba su proa, pero en ningún momento llegó a poner un pie en él.

Sus compañeros reían y nos miraban de tanto en tanto, alguna vez les sonreímos y alzamos nuestros oportos.

Pasaron las horas. Nukita y yo saltamos a tierra firme, cansados ya de estar sentados. En ese momento nos alarmaron los gritos de Dennis, Dennis,… se materializó aquello que ambos habíamos pensado y no habíamos verbalizado. Borracho buceando, peligro. Corrimos los diez metros que nos separaban del lugar del espectáculo. Las cuatro personas que habían acompañado al bañista miraban inquietamente al agua, no nos explicaron nada porque habíamos sido cómplices durante más de dos horas. Un hombre alto y calvo nos dijo que era una broma, Dennis es un bromista nato, pero sus ojos desconfiaban, no conseguían ni engañarlo a él mismo.

Moví mis brazos como un violento molino dirigiéndome a los mozos del puerto, éstos se dividieron en dos grupos, dos corrieron hacia nosotros y otro al puesto de control.

Buscaron debajo de las relucientes maderas verdes del muelle, saltaron de barco en barco, incluso del Harmony, sin dejar de mirar el fondo marino. Nada. El mar solo devolvía ligeras ondas provocadas por el movimiento de los barcos.

Llegó la policía, y con ellos un equipo de submarinistas.

Tras varias horas de búsqueda, el cuerpo sin vida de aquel hombre fue sacado del agua en un escorzo que me recordó a la Piedad de Miguel Ángel, entre sollozos, gritos y algunas caras de estupefacción.

Bienvenido a California, el sueño ha terminado.

Dennis Wilson, batería de los Beach Boys, murió en 1983. Estuvo siempre a la sombra de sus hermanos, en una bulliciosa soledad, y publicó uno de los discos más melancólicos jamás registrados: Pacific Ocean Blue.

domingo, 28 de marzo de 2010

Debe ser él mismo

Desde la terraza del hotel veía encenderse las ventanas en la orilla asiática del Bósforo como velas eléctricas, sin temblores, vivamente rojas conforme el sol se ponía a mis espaldas.

Allí preparaba un ciclo de conferencias ante estudiantes de periodismo de la Universidad de Estambul, muy atento a las manecillas de mi Girard Perregaux.

Nişantaşı no estaba tan lejos como para que aquel colega tardara más de media hora en llegar. Apenas conocía a Orhan. Iba a venir como profesor asociado a mi universidad y tenía muy pocas referencias suyas.

Pero cuando entró tropezándose con las sillas, con la camisa por fuera y la cartera de cuero rebosante de libros, descubrí porqué destacaba este joven:

- How are you, Professor B.R.? -Ni disculpas ni rodeos- I am going to New York this year-. I know you are from Columbia University. I want to discuss some things with you about that.

Tras hablar de Columbia, algunos departamentos, varios coordinadores y cosas aún más aburridas de mi trabajo, pasamos a temas más agradables. Había tomado nota de absolutamente todo. Me contó que él también había escrito un par de libros y que le gustaría dedicarse a ello al cien por cien.

En ese punto, aceleró el ritmo inconscientemente hilvanando mis títulos con sus ideas. Sin parar de hablar, se giró para sacar y dejar caer cientos de papeles encima de la mesa, haciendo tambalear mi copa de vino blanco y su té.

Puso sus ojos en el montón de papeles de la mesa y, señalando unas líneas aquí y otras allá, me iba contando.

Aquel montón de garabatos en turco era un complejo jeroglífico para mí. Por fin puso los pies de puntillas en el suelo al ver mi reacción y me contó, por encima, qué había significando tanta diéresis, breves y virgulillas. A mis ojos seguían siendo virutas de herrumbre bailando encima de un imán.

Hablamos durante una hora más.

Al día siguiente localicé a Orhan mirando atentamente a través de sus enormes gafas desde la tercera fila. Al finalizar la sesión ni se acercó a mí, encaró el pasillo como uno más de tantos estudiantes y se fundió con otros cientos de cabezas.

Ciertamente, cuando me metí en la cama aquella noche ya había olvidado el episodio: tenía que madrugar para coger el avión de vuelta a Nueva York y el cansancio me lo ponía fácil.

Confieso que me desperté en la cola de facturación. Hice un repaso rápido de lo que me pude haber dejado en la habitación del hotel y, sin estar seguro de ello, entregué mi pasaporte a la bella señorita turca.

Busqué mi asiento, coloqué mi maleta de mano, me senté y cogí un periódico. Pocos segundos después, una mochila de cuero golpeó mi reposabrazos, rebotando pesadamente. Orhan sonreía sorprendido. Yo le sonreí evitando parecer sorprendido. Me levanté para estrecharle la mano mientras le citaba algo de lo que habíamos hablado un par de noches antes.

Pasamos muchas horas juntos sobre el atlántico y fue así como cogí cariño a este joven turco que se embarcaba hacia los Estados Unidos con la ilusión seguir aprendiendo en occidente. Había poco de turismo en sus intenciones. No sé porqué, pero fue precisamente eso lo que más me atrajo de él.

Cuando recogimos las maletas de la cinta transportadora ya teníamos planes juntos para ese año, que posteriormente se cumplieron, uno tras otro, puesto que eran tan realistas como embriagadores.

En los tres años que estuvo en Nueva York le llevé al Dakota, a Newark, al barrio turco, a Manhattan e, incluso, un día le invité a cenar en mi apartamento. Sería injusto decir que yo, como lobo más viejo, le enseñé más cosas que él a mí.

Orhan Pamuk recibió el Premio Nobel de Literatura en 2006 convirtiéndose en el escritor turco más prestigioso, amado y odiado por su valentía política.

jueves, 25 de marzo de 2010

El final de una era

Primero de Junio de 1973, me desesperaba viendo las paredes de mi habitación. El Hospital Stoke Mandeville era desoladoramente aburrido.

Nadie venía a verme, solo los minutos que, uno tras otro, se sentaban en mi cama unas horas. En los dos primeros días estuve tumbado sin poder moverme, apenas pudiendo leer, unas veces por el dolor y otras por la morfina.

La tercera madrugada escuché murmullo en el pasillo, pasos y ruedas oxidadas acercándose hacia mi habitación. La puerta se abrió de par en par empujada por una cama con dos pies exageradamente escayolados como un mascarón de proa.

- A new colleague, B.R. – La enfermera pelirroja asomaba por detrás del nuevo invitado.- He is Robert, say him hello!

Un hombre de mi edad, aturdido y pálido. Su mano derecha abrigaba una frente despejada de pelo largo y sucio, la izquierda estaba cerrada con fuerza, erguida unos centímetros sobre la sábana azul que le tapaba el abdomen. Un enorme bulto: eso eran sus piernas. Junto a la cama caminaba una joven rubia con cara de dolor.

Sólo ella levantó la comisura de sus labios en señal de saludo. Robert estaba al límite de la inconsciencia y apestaba a cerveza negra. No conseguí respetar su intimidad y tras dos horas de cómodo silencio pregunté a Alfie, así se llamaba ella.

Una fiesta, alcohol, drogas y una ventana en un tercer piso: Las dos piernas rotas y la última vértebra destrozada. Estaban esperando diagnóstico pero no confiaban en que pudiera volver a andar.

Fue muy duro reconstruir el accidente en mi imaginación, pero de tal forma también conseguí olvidar el que me había llevado a mí allí.

Robert permaneció atado a la cama durante doce semanas, once más de las que yo estuve con él. Habíamos empezado a hablar el día siguiente a su llegada y nuestras pequeñas conversaciones acerca de Mallorca, donde ambos habíamos vivido, nos cicatrizaban otras heridas. Teníamos pocas palabras pero nos las regalábamos sin gratuidad.

Por fin venía gente a la habitación, incluso creo que algunos venían tanto a ver a Robert como a degustar los Kir que les preparaba con vino blanco francés, conseguido ilegalmente a través de una cocinera del hospital. Nick Mason, Gilly Smith, Kevin Ayers, muchos nombres más que no recuerdo y un amigo común: Henry Cow.

Muchas veces la habitación 213 pareció un pub de Bristol, incluso fumábamos sin preocuparnos de las enfermeras.

Pasaron los meses y yo sólo iba a la 213 de visita. Algo me había unido a este personaje que acercaba su silla de ruedas al ventanal y veía caer la lluvia mientras cantaba como un pájaro herido.

Cuando llegaba y le veía de espaldas goteaban en mi mente los cambios que iba a tener que aceptar poco a poco, cuando saliera de allí. Era batería de un grupo, y ya nunca iba a poder tocar igual, solía ser el centro de atención en las fiestas y ahora nadie alcanzaría a verle por su estatura.

Su voz se había resentido tanto por el sufrimiento que, según me dijo, ahora tenía que pedirle a Alfie que le escribiera los textos para que casaran mejor con su nuevo tono.

Robert Wyatt se convirtió tras su accidente en un, aún más, reconocido músico experimental, independiente e impermeable.

viernes, 1 de enero de 2010

Aquí no fumes

En el Soho londinense, concretamente en el 41 de Dean Street, se encontraba The Colony Room. Inaugurado en 1948, contaba con una clientela increíblemente exclusiva. Muriel Belcher sabía muy bien cómo convertir adustos locales en referentes para la vanguardia intelectual y la estratosfera social.

Sólo podían entrar al club aquellos bebedores que venían recomendados por alguno de sus relaciones públicas. Y así fue como conocí a Francis, en la fiesta de un amigo común muy cerca del mismo Soho:

- A friend of mine told me about you, B.R. -ésta fue su presentación. Sabíamos perfectamente quiénes éramos, no pudimos darnos la mano porque ambos sujetábamos varios cocktails para repartir–, I would like to meet you at Muriel’s tomorrow night at eight. Right?

Asentí con mi mejor sonrisa y llevé los cocktails a mi grupo de invitados. Le observé durante horas: Francis saludaba a gente, se escondía para beber solo, besaba a unos y a otras, miraba solitariamente las estrellas desde el balcón, reía a carcajadas…

Esa misma noche otra persona me quiso invitar al Colony Room, pero soy un hombre de palabra y de pocas palabras: mi gesto con la cabeza tenía el valor de un contrato.

A la mañana siguiente desayuné con la cabeza llena de planes. ¡Francis Bacon! Me gustaba mucho lo que había visto de él en la Galería Hanover y, según la prensa francesa, a varios comisarios de París también. En Nueva York sólo habíamos visto una obra suya y yo quería llevarla entera.

Fue emocionante ver llegar la noche y pasear desde mi Hotel hasta el Muriel’s, como se le llamaba comúnmente. Me esperaba en la puerta un Bacon sonriente. Esta vez sí nos dimos la mano y dos besos. Me guió por el pequeño club. Los cambios de humor fueron apareciendo a ritmo de Noilly Prats y de Glenkinchies recién traídos de la destilería. Así como a la gente normal cuando se emborracha le da por hablar de sus vidas e idealizarlas, nosotros nos ninguneábamos con humor y disparos certeros.

Estaba dispuesto a consentir a éste maldito irlandés cualquier insolencia con tal de poder ver su estudio. La primera fue tan elegante que hasta le felicité. A la segunda respondí con soberbia oportunidad. Eso avivó el fuego. John Minton, el tercero en nuestra conversación, intentó varias veces salirse del diálogo saludando a gente que pasaba a su lado. Pero no lo consiguió, Francis le ofrecía tabaco o buscaba su asentimiento en esos momentos clave. Era un blando.

Poco después conocí a Muriel y a Lady Rose McLaren. Llegaron en un momento dulce, Francis estaba adulándome, masajeando mi piel con alcohol antes de agujerearla con otra jeringuilla retórica. Se sentía seguro rodeado de su grupo más cerrado de amigos y en su territorio. Entré definitivamente en su vida cuando contesté a Muriel: sí, invitaré a Cole Porter al Colony Room.

Ambas mujeres cambiaron el estilo de la conversación tras mi respuesta, tomaron protagonismo dirigiéndose una a Minton y a Bacon, la otra a mí. Algo le dijo Lady Rose a Francis que hizo pesar sus ojos verdes sobre mí. Muriel, abruptamente, me dijo al oído que contara con él para llevarlo de nuevo a New York, ella le convencería, ¿cómo había sabido que estaba allí como comisario de arte? Me frustró comprobar cómo las mujeres pueden ser más afinadas, convincentes y persuasivas que yo, sin ni siquiera entrar en acción. Incluso con un hombre homosexual al que no podían tentar.

Desde entonces hasta la hora de salida del Club, lo que pasó ya no estuvo bajo mi control. La noche, totalmente blanca por la niebla, nos helaba las manos y las rodillas. Paramos un taxi y nos dirigimos al estudio. Francis y yo, solos, él estaba muy borracho.

Bajamos en un callejón, pagué al conductor y esperé a que Francis acabara de mear detrás de una cabina telefónica. Sacó unas llaves mientras me hablaba de Velázquez sin vocalizar. Yo le propuse acercarnos al Museo del Prado en un par de semanas, pero no respondió.

Se irguió a un palmo de la puerta, respiró hondo, acertó a meter la llave en la cerradura, giró su muñeca, cargó fuertemente con su hombro izquierdo y nos recibió un tremendo olor a disolvente. Me quedé clavado en la puerta buscando dónde poner mis pasos. Él no lo dudó, pasó por encima de lienzos (los crujidos de la madera sólo le indicaban que no había pisado firme). Las altísimas paredes estaban cubiertas de enormes pinturas oscuras, trozos de carne, personajes sentados.
No pude contar la cantidad de cuadros tirados por el suelo, en las paredes, no pude entender los lienzos arañados, destrozados, estropeados con pintura negra lanzada con rabia por encima de figuras en movimiento…

Abrió una botella de whiskey y se sirvió un vaso, derramándoselo sobre la mano, goteando en un cuadro naranja sobre el que estaba de pie, mirándome: Aquí no fumes. ¿Así que ahora trabajas para un museo en New York?

Francis Bacon se consolidó durante la década de los cincuenta y sesenta del Siglo XX como uno de los pintores más independientes y originales, abriendo una nueva vía al expresionismo y ejerciendo una potente influencia sobre las siguientes generaciones.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Perdió la cabeza

La luz de la mañana llamó a la ventana desperezándose entre la doble cortina de la habitación. Me tomó un minuto ponerme en contexto: Hotel Embassy, Austin, Texas. Salí de la cama cuadrada. Mis ojos hinchados palparon el suelo paseando los primeros pensamientos, aún oníricos, haciéndoles desaparecer con la exposición a la realidad. Avanzaron por la penumbra de la enorme habitación, huyendo de esquinas y escaleras. Hasta llegar a un objeto rectangular blanco junto a la puerta. Una carta.

Me acerqué a la ventana, corrí las cortinas y al minuto pude leer:

“16 de Agosto de 2001, Dear B.R.:

The Hospital staff told me about you, thank you for bringing my son here yesterday. I will pray to God for the grace of your blissed soul.Thank you, thank you, thank you, God bless you.

Sincerely, Bill Johnston.”

Mi cerebro pudo discernir entonces lo soñado de lo vivido. Apareció de súbito el suceso en mi memoria.

Había estado caminando por la ciudad, sin rumbo fijo, pretendiendo volver en unas dos horas al hotel. Junto a un Wal-Mart se había instalado la feria itinerante y acabé pisando su tierra seca y amarilla con mis zapatos italianos de seiscientos dólares.

Pasé bajo la noria, por los puestos de hot dogs, ante las atracciones más sórdidas y junto a la carpa del circo. Trataba de olvidar mis zapatos, ya totalmente mates y empolvados, pensando en otras cosas, pero volvía a bajar la mirada cada pocos segundos. Decidí limpiarlos, aunque fuera a seguir ensuciándolos hasta salir de allí. Busqué un baño.

Junto a la valla metálica que acotaba el recinto se erguía el único baño público. Una de esas cápsulas parecidas a una cabina telefónica. Azul y gris. Un hombre corpulento gesticulaba histriónicamente a un metro de la puerta. Apoyado en un lateral, un ciclomotor viejo parecía esperar más pacientemente.

Conforme me iba acercando, el hombre empezó a gritar y a agitar la cabina. Aún estaba a unos treinta metros cuando ví y oí las patadas y puñetazos que le daba al plástico rígido, que se quejaba con unos sonidos huecos, graves como rugidos. Gritaba, inclinando el pecho hacia delante y cerrando fuertemente los puños, acto seguido volvía a golpear la cabina haciéndola tambalear.

Cuando ya pude ver claramente su cara de perfil, con un tatuaje en el cuello, le ví arrancar la puerta y meter medio cuerpo dentro hasta sacar a un chaval desencajado y asustado, lo arrastró por el suelo y empezó a darle rodillazos y patadas. Los gritos seguían mientras la víctima se encogía estoicamente y miraba con la boca abierta, sangrante, rota.

Corrí hacia allí, berreé, agité mis brazos amenazadoramente. Era un salmón en las zarpas de un oso. Dejó de pegarle para increparme, no me tocó, pero en cuanto asistí al joven con pelo erizado le señaló con el dedo a un palmo de su cara y le amenazó de muerte. Entró al baño, tiró de la cadena y al salir tumbó la moto de una patada.

Me levanté y extendí mi brazo indicativamente hacia la salida, sin abrir la boca. Nos dejó a paso ligero, hablando entredientes, a la vez que llegaba gente a ver lo sucedido. Entre un viejo y yo llevamos al joven en taxi al hospital. Yo le cogía la mano temblorosa e hinchada por las contusiones, él me miraba atónito y cantaba una canción de Casper, el fantasma amigo. Con mi mano derecha saqué el pañuelo del bolsillo y empecé a limpiarme los zapatos.

Daniel Johnston vive desde entonces en Waller, Texas, bajo tratamiento psiquiátrico y ha conseguido vivir de sus canciones y dibujos. Ha sido influencia para la generación grunge y posteriores.


domingo, 20 de septiembre de 2009

El único trayecto

Vi nacer el siglo veinte entre Madrid y París. Mi cátedra en la Universidad Central de Madrid, hoy llamada Complutense, y mis negocios en la capital francesa me obligaban a tener un tercer trabajo: el tren. Me pasaba horas y horas en él, aprovechaba para preparar clases, estudiar o sencillamente dejarme sorprender por la vida y sus pasajeros.

Los acomodadores me conocían sobradamente, era como un hotel al que iba casi todos los meses. Tenía incluso mi camarote preferido donde siempre encontraba mi periódico y un kir fresco, así como un sobre con francos que me cambiaba el revisor por pesetas.

Puedo contar muchas anécdotas sucedidas en sus departamentos… Recuerdo un viaje que hice con mi compañero de Histología, don Santiago, a quien conocí algunos años antes. Había visitado París únicamente por trabajo y mi admiración por él sólo podía pagarse haciéndole de guía por la capital intelectual de Europa y sus cabarets.

- Es usted muy amable, B.R. –teníamos por costumbre hablarnos de usted, puesto que nuestra relación era estrictamente profesional–, ciertamente París debe resultar motivador, sobre todo si podemos ver el microscopio de su Universidad. ¿Usted cree que podremos toquitearlo?

Tras charlar una hora a la salida de Madrid, hurgó en su maletín para sacar varias revistas y publicaciones. Se sumergió en ellas con una profundidad sorprendente, algunas veces parecía contener la respiración y no la recuperaba hasta alcanzar de nuevo la superficie sin levantar la mirada del papel. Me lo imaginé saliendo del agua con estrellas de mar neurálgicas y algas filamentosas a dos manos.

Yo naugrafaba entre mis apuntes y la observación a mi invitado.

El trayecto era largo, así que nada mejor que estar familiarizado con el lugar; hacía falta conocer aquellos compartimentos donde no había corriente de aire por las ventanas, aquellos donde las lámparas de aceite no goteaban con el traqueteo, incluso aquellas zonas del restaurante que tenían mejor servicio de camareros. Oteé desde el pasillo a través del cristal de la puerta para ver si el vagón restaurante tenía libre mi mesa. Llamé a un camarero para que la preparara.

Un grupo de estudiantes de unos veintipocos años cruzó nuestro coche hacia allí bajando la voz a mi paso, pero sin dejar de sonar como una marabunta. Tuve que esquivar, haciendo un baile de hombros, a los muchachos. Mi compañero seguía abstraído en la lectura, con su maletín de piel marrón sobre las rodillas, apoyando sobre él unos documentos que leía incómodamente.

En una media hora avisé a don Santiago, hablamos ligeramente sobre la Sorbonne y su laboratorio y de ahí pasamos al comedor.

La comida transcurrió sin sobresaltos salvo por el grupo de cinco o seis estudiantes y su algarabía. Nuestra conversación era escasa, centrados en degustar los platos y observar la llegada de las montañas en los ventanucos.

Era cerca de la una del mediodía, hasta parecía que después de la comida el tren hubiera aminorado la marcha, hora de relajarse y tomarse un café.

Pedí el diario y me entretuve leyendo por encima del murmullo juvenil. Mi compañero no leía periódicos, extraño, pero así me lo dijo, introdujo la mano derecha en su chaqueta y del bolsillo interior sacó un TBO. Tuve que disimular mi cara de sorpresa y ya no pude volver a leer concentradamente el periódico.

Lo abrió, buscó una página, apoyó un codo en la mesa, la barbilla en sus nudillos y se puso las gafas. La misma concentración que con las revistas científicas, absoluta inmersión…

No había pasado ni un minuto cuando una especie de estertor salío por su boca. Levanté la vista por encima de mis gafas, luego la dirigí al grupo de estudiantes que también le miraban de reojo.

De repente una carcajada descomunal se abrió paso por su pecho, un escorzo exagerado le dobló el cuello y cerrando los ojos nos enseñó hasta los últimos molares. Lloraba de risa, ajeno a nuestras miradas se tapaba los ojos, se secaba las lágrimas y volvía a maullar de gozo.

Contagió a un par de los chicos que, tras superar la sorpresa, comenzaron a orientar sus sillas hacia él en busca de mayor diversión. Ya estaban todos mirándole y riéndose de él, salvo uno de ellos, el más mayor. Levantado en su delgadez, agarrado al respaldo de la silla de uno de sus compañeros, sonreía condescendientemente. Muy amablemente nos preguntó si no nos daba vergüenza estar leyendo el TBO a nuestra edad, acusándonos de no dar ejemplo de madurez a los jóvenes estudiantes.

Miré a don Santiago, quien ni siquiera se había percatado de que le estaban hablando, pedí disculpas al desgarbado increpador y le pedí que dejara seguir leyendo al premio Nobel de Medicina como le viniera en gana.

El Profesor Santiago Ramón y Cajal es el único premio Nobel español en Ciencias, hasta que más de cincuenta años después lo consiguiera Severo Ochoa bajo la nacionalidad estadounidense.


miércoles, 12 de agosto de 2009

La piraña de Montparnasse

París 1905. Desde mi apartamento en el primer cuadrante cruzaba el río hacia los tugurios más extraordinarios de la ciudad. Solía acercarme a Le Soleil, L’Auoille y, durante esta historia especialmente, a La Rotonde en el decimocuarto: Montparnasse.

Normalmente el Renault de la Marne me dejaba a los pies del parque, desde donde buscaba un buen rincón con humo, vino y música. Las prostitutas de la calle me paraban el paso, no solían ver a menudo sombreros como los míos, lo que les hacía soñar con una nueva vida, estable y sin preocupaciones. Pero yo seguía mi camino hasta los cabarets, donde se refugiaban las más jóvenes y bellas.

Una de esas noches, tras el procedimiento habitual, sucedió lo siguiente:

- Bienvenue B.R. -el portero me abrió la puerta invitándome a entrar en la Rotonde-. Vous êtes chez vous. La douze est libre ce soir.

Tras mi propina, hizo una señal muy sutil para que dos lindas señoritas me acompañaran a la doce y se sentaran conmigo, una sobre mis piernas. Subió al escenario una morena con pelo a lo garçon, esperando a que el pianista llegara al comienzo de la estrofa.

Me sirvieron una copa y tuve que pedirle a la que le hacía de silla que se levantara para poder beber cómodamente. Le colé un franco en el liguero para acelerar su decisión. Me disponía a darles conversación cuando los primeros versos de la canción “Qui qu'a vu Coco”, un nuevo clásico del que había oído todo tipo de adjetivos, salían en voz de la diminuta figura junto al piano.
Hacía coros hasta el más pintado del cabaret, me refiero especialmente al cuerpo de caballería francés, con sus ridículos uniformes y cascos. Yo permanecía en silencio, expectante, sorprendido, enamorándome. Su magnetismo erizaba mi vello como virutas de metal.

La canción acabó y la sala gritó al unísono co-co-co-co-co.

Entonces continuó con “ko ko ri ko”, el francés no es mi lengua nativa por ello me sonaba curioso ese canto del gallo. Las jóvenes miraron recelosas a la protagonista en escena, puesto que estaba interpretando dos canciones en una misma noche.

Debió verme la cara, porque vino de inmediato a cantar a un palmo de mi nariz, repeliendo a mis compañeras de mesa. La canción acabó con el jaleo del público y rápidamente apareció otra mujer sobre el escenario con un nuevo tema. La pequeña morena se sentó en la silla de mi izquierda, a cinco centímetros. Tendría unos veinte años y no era guapa, pero estar junto a ella te podía convertir en un mero satélite suyo. Mi orgullo y mi templanza me mantuvieron sereno.

No tenía el comportamiento habitual de una prostituta. Habló ella, me preguntó todo tipo de cosas, me sentí realmente interesante. Quedo en evidencia que, como todas, quería ligarme para pasar a mejor vida, literalmente. Pero pese a hacerlo descaradamente su estilo era único.

Conseguí sonsacarle escasa información, gracias a mi observación intuí que le interesaba la hechura de mi camisa; era costurera y se llamaba Gabrielle Chanel. Yo cada vez escondía más mis respuestas, lo que fue agotando su incisión. Pasé a mi turno de cuestiones “ligeras”.

En ese momento la conversación se rompió, tomó una postura agresiva y desagradable. Desde que se sentó conmigo hasta entonces no había apartado la vista de mi. Cesó el interrogatorio, oteó el resto de mesas, apuró mi copa, me robó un cigarrillo y se levantó. En diez segundos tenía a una pelirroja sentada en aquella misma silla, robándome otro cigarrillo y pidiéndo fuego con la mirada. Vuelta a empezar, pensé.

De reojo ví a Gabrielle en la mesa de un conocido, las mismas cartas y el mismo juego.

Gracias a uno de sus amantes, Coco Chanel consiguió abrir su primera tienda de sombreros en 1909.Cada nuevo amante tenía más dinero que el anterior y las inversiones en ella fueron creciendo, permitiéndole desarrollar su pasión. Revolucionó la moda femenina con patrones cómodos y elegantes.